jueves, 22 de enero de 2009

El niño tonto y el gran botón rojo en el que ponía "Fin del Mundo"

Una fábula política sobre lo que fue y lo que pudo haber sido

Érase una vez un niño tonto y un gran botón rojo en el que ponía “Fin del Mundo.

El niño tonto, conviene aclarar, no es que fuera un incomprendido, ni siquiera un poco lento, es que era tonto. Era muy, muy, muy tonto.

Cuando nació el niño tonto su papá, que era el rey del País de los Azules, ya supo que su hijo iba a ser tonto toda la vida. Ya tenía esa mirada perdida que, incluso en un bebé, indica que uno no va a tener nunca bien amueblada la sesera. Aún así, era su hijo, y uno no tenía más remedio que quererle, se decía mientras lo veía mirar al infinito, con la mirada vacía y el dedo en la nariz.
El rey y su mujer lo sacaban a veces a pasear por los jardines de palacio, y la gente los miraba de reojo y, en ocasiones, hasta señalaban con el dedo. Mira, decían, ahí viene el rey con su hijo. Dicen que es un poco tonto. No, respondía a menudo el otro, es tonto del todo. Muy tonto. Una vaca, a su lado, parecería un premio novel. El rey, mientras tanto, caminaba cabizbajo, tratando de no escuchar lo que sus súbditos decían, ni de pensar la razón que tenían. Aunque al niño tonto eso no le parecía mal, para él las vacas eran animales fascinantes, llenos de manchas y de cuernos, enormes, y con esas ubres colgando… sí, al niño tonto le gustaban mucho las vacas, no en balde se había criado en el gran Estado de los Sombreros de Cowboy.

Fue, precisamente, una vaca la que le enseñó a hablar. Así, su primera palabra fue Muuuuuu y la segunda y la tercera tolón, tolón. Sus padres tuvieron que gastarse un dineral para que aprendiera a decir cosas como papá, mamá y algunas otras de las palabras de los humanos.
Aún con semejante prole, los Azules querían y respetaban mucho a su rey, aunque no tanto por sus no pocas virtudes como por el temor que sentían por su país rival, la Malvada Confederación de los Rojos. Los Azules y los Rojos habían estado librando una guerra silenciosa, hay quien incluso la llamaría fría, desde la Gran Guerra Kartoffen, contra el mayor villano que jamás hubiera conocido el mundo, el temible General Chucrut. Durante la guerra, Rojos y Azules eran muy amigos y luchaban juntos, pero después comenzaron a tenerse miedo debido a que tenían dos modos distintos de contar las monedas.
Así pues, comenzaron a armarse más y más cada vez, y a competir por cosas tan estúpidas como quién era el primero en llegar a la Gran Bola de Queso de los cielos. Durante esta guerra silenciosa y fría, se crearon muchas de las armas más temibles que la humanidad haya conocido, y la peor de entre todas ellas era, sin duda, el gran botón rojo en el que ponía “Fin del Mundo”.

Pero no nos adelantemos, pues todas estas armas se construyeron con el utilísimo propósito de no ser usadas jamás. Quizá haya quien podría aventurar que, si gastaba cantidades tan ingentes de dinero en algo que no pensaba utilizar, quizá es que el rey de los Azules era tan tonto como su hijo, pero dejadme aclarar que, por tonto que pudiera ser el padre, no hay, ha habido ni habrá nadie tan tonto como nuestro protagonista, el niño tonto.

Siguiendo con la historia de éste, que es la que nos ocupa, habría que continuar del modo natural, es decir, con su educación y crecimiento. El niño tonto acudió a las mejores escuelas que el rey de los Azules pudo pagar, pero tarde o temprano lo mandaban a casa argumentando que era demasiado tonto como para que pudieran enseñarle nada. Al final, gracias a un ejército de tutores particulares, el niño tonto logró su mayor éxito académico, leyendo el que sería su libro favorito, y el único que jamás haya leído, La Oruga hambrienta, aunque hay quien dice que se bajó un resumen de internet.
En la universidad el niño tonto se convirtió en un joven tonto, hizo algunos amigos que también eran algo tontos y conoció a su primer amor, una chica muy, muy gorda que le recordaba a las vacas junto a las que había pasado su niñez. Allí también descubrió el alcohol. El alcohol fue como un bálsamo milagroso para el niño tonto, y quizá si nunca lo hubiera dejado el mundo sería ahora un lugar mejor. Cuando bebía, el niño tonto se sentía un poco menos como era, a veces incluso un tanto ocurrente. Y no es que, con un poquito de bourbon, se le ocurriera de repente que dos y dos sumaban cuatro, sino que a la gente de su alrededor, también borrachos como cubas, parecía olvidársele que no eran seis.
Su padre, sin embargo, no podía seguir consintiendo los escándalos etílicos de su poco locuaz vástago, reflejados cada dos por tres en la Cadena de Comunicaciones de la Nación, la CCN, así que decidió meterlo en uno de esos programas de rehabilitación en doce pasos. El problema es que el niño tonto nunca había llegado a aprender a contar más cosas de las que pudiera hacerlo usando los dedos de las manos, así que jamás pudo llegar a los dos últimos.
Fuera como fuere, al final salió de la clínica y entró a trabajar para su padre, nada más y nada menos que como gobernador del gran Estado de los Sombreros de Cowboy. Contra todo pronóstico, muchos de sus súbditos terminaron apoyándolo, quizá por su habilidad para comunicarse con las vacas, o tal vez por lo fácil que era de manipular, cosa muy útil para los magnates que extraían líquido negro que sale de agujeros en el suelo.


El tiempo fue pasando en el reino de los Azules y la guerra silenciosa, casi fría, con la Malvada Confederación de los Rojos terminó con la disolución de ésta. Con los años se comprobó que la mayoría de las armas que habían construido los Rojos durante la guerra eran, en realidad, pedazos de cartulina y porexpan pegados con superglue y chicles de vodka, y que no servían para nada más que para caerse a trozos. El rey de los Azules se sintió muy estafado, sobretodo porque las armas que él había hecho sí que eran de verdad, y ahora los otros reinos le pedían que las desmantelase porque eran muy peligrosas. En lugar de eso, el rey las escondió en un búnker al que sólo él tendría acceso, y allí es donde fue a parar el gran botón rojo en el que ponía “Fin del Mundo”.

Algunos años más tarde el rey de los Azules decidió retirarse, y cedió el puesto a su hijo, el niño tonto. La opinión internacional no podía creerlo, tampoco una parte importante del propio reino de los Azules. Pero si es tonto, decían unos, ¿cómo va a poder gobernarnos alguien tan tonto? No es sólo tonto, contestaban otros, es muy, muy, muy tonto. Es tan tonto que, a su lado, el pomo de una puerta parecería un licenciado en bellas artes. Es tan tonto que, al dar a luz, la media de inteligencia de su madre se multiplicó por tres. Es tan, tan, tan, tan tonto que una vez fue a un concurso de tontos y lo nombraron presidente del jurado.

Aún así el niño tonto tomó el poder apoyado por sus amigos, los extractores del líquido negro que sale de agujeros en el suelo. Tras su discurso inaugural se atragantó con una galleta y casi muere. Tras una ardua investigación descubrió que las galletas venían de otro reino, el de la Gente Marrón con Bigote y Turbante, y declaró la guerra a su rey. En realidad, se decía en ciertos sectores, la guerra no fue sólo por venganza, sino que sus amigos extractores de líquido negro y otros viejos amigos de su padre, los fabricantes de cosas que hacen Pum, le alentaron a ello porque vieron en la guerra una gran oportunidad de hacerse con más monedas que contar.

Al final los Azules, con el niño tonto a la cabeza, ganaron la guerra contra la Gente Marrón con Bigote y Turbante, aunque la mayor parte de los otros reinos estaban en su contra. Los Devoradores de Queso Maloliente estaban en contra, también los antiguos Rojos y los Kartoffen, ahora convertidos en una gran potencia exportadora de salchichas y coches baratos. A favor estaban el Reino del Té de las Cinco y el País de la Pandereta, gobernado por aquel entonces por un tipo con bigote que también era muy tonto, con lo cual no tardó en hacer buenas migas con nuestro protagonista. Los del pequeño principado de Relojes y Chocolate se mantuvieron, como siempre, neutrales.
Esta guerra, llamada la Guerra del Líquido Negro que sale de Agujeros en el Suelo, le pasó al niño tonto mucha más factura de la que jamás hubiera pensado (aunque tampoco es que jamás hubiera pensado mucho), colocando a casi todos los reinos en su contra, como ya hemos dicho, y también a muchos de los propios habitantes del País de los Azules, que tampoco es que hubieran estado nunca encantados con la idea de ser gobernados por semejante portento de estupidez.
Para intentar distraer la atención, el niño tonto y sus amigos, sobretodo los fabricantes de cosas que hacen Pum, se inventaron algo que llamaron el Eje de los Malvados, colocando en él a varios países elegidos al azar y a otros tantos que interesaban a los extractores del líquido negro que sale de agujeros en el suelo, por su alto contenido de ese material. Su idea, si aceptamos que alguien como el niño tonto pudiera tener alguna, era conseguir otra guerra silenciosa, acaso fría, con la que dar miedo a los habitantes del País de los Azules, como en los tiempos de su padre con la Malvada Confederación de los Rojos. Esto pareció funcionarle durante un tiempo, pero al final la gente comenzó a darse cuenta del engaño y en el País de los Azules nacieron algunos movimientos contrarios al régimen del niño tonto.

El principal movimiento en contra, el que parecía amenazar con derrocar del poder al niño tonto y sus amigos, fue la creciente Revolución Negra, que amenazaba con poner en el trono a un descendiente de los que antaño fueran esclavos de los Azules. Eso asustaba mucho al niño tonto y a sus amigos, no tanto porque en la CCN se dijera constantemente que los descendientes de los esclavos eran de natural violento y que llevaban cadenas de oro y gorros de lana, sino porque veían que se les podría acabar el próspero negocio de extraer líquido negro de agujeros en el suelo y fabricar cosas que hacen Pum.
Los antiguos amigos del niño tonto trataron de hacer que este abandonara el trono a favor de algún otro que también fuera tonto pero no tanto, quizá algún otro habitante del gran Estado de los Sombreros de Cowboy, pero la gente no se lo tragó demasiado, viendo que al final los que gobernarían serían los mismos, con lo que la Revolución Negra se hizo prácticamente inevitable. Así, en los últimos días, se llevaron al niño tonto al búnker secreto donde su padre escondió las armas que había construido durante la guerra con los Rojos, mientras pensaban en un modo de detener la Revolución Negra, seguramente con algunas de esas cosas que fabricaban y que hacían Pum.

A partir de aquí existen muchas versiones de lo que pasó entre los pocos supervivientes que quedaron. Hay quien dice que el niño tonto se volvió loco por el miedo a la Revolución, otros dicen que simplemente tropezó porque tenía los cordones de los zapatos desatados. También hay quien opina que perdió el equilibrio al atragantarse con una galleta, otra vez, y los que aseguran que simplemente, no pudo resistir el ver un botón tan grande, tan rojo y tan bonito. Al no haber aprendido nunca a leer, no podía saber que estaba condenando al mundo al apretarlo, aunque todavía está por ver si eso lo hubiese detenido.
El caso, ocurriese como ocurriese, es que al final el niño tonto apretó el gran botón rojo en el que ponía “Fin del Mundo” y, como más de uno había predicho cuando alguien tan tonto tomó el control del más poderoso de todos los reinos, nuestro planeta se fue, inevitablemente, a hacer puñetas.


Moraleja: Nunca dejes un gran botón rojo en el que ponga “Fin del Mundo” al alcance de un niño tonto.

martes, 20 de enero de 2009

No te dejes nada dentro, George....

Un día de estos quiero escribir un artículo sobre el tema, pero de momento: Bienvenido Obama, a ver si haces que todo esto merezca la pena, y George.... no te dejes nada dentro de la Casa Blanca... no querríamos que tuvieras que volver a buscarlo.....


jueves, 15 de enero de 2009

Continúa la búsqueda de trabajo, y María Cristina me quiere gobernar


El capitalismo nos obliga a trabajar. Es una realidad, te gustará más o menos tu trabajo pero, si lo haces, es porque el sistema económico-social en el que vives te obliga a ello. Y no estoy defendiendo, dejadme aclararlo, el comunismo. Ni mucho menos. Al fin y al cabo fue precisamente Marx el que dijo eso de que "el trabajo dignifica al hombre", o que "lo tonifica", "le realza los ojos" o que "hace que le luzca el pelo mejor"...

No me quejo, seguramente es tarde (o pronto) para eso, sólo lo constato. Lo constato porque no entiendo una cosa: Si es el mismo sistema el que nos obliga a ello ¿por qué diablos es tan difícil encontrar trabajo? ¿No dice la Constitución que todos tenemos derecho a un trabajo digno y bla bla bla...? Pues yo, lo siento, pero no soy capaz de encontrar un trabajo digno.

Tampoco es que haya empezado a probar con los indignos, ojo, tal vez esta crisis nuestra (tan familiar a estas alturas que quizá deberíamos pensar en ponerle un nombre) no haya afectado al sector de los asesinos profesionales, los carteristas autónomos o los sicarios de la mafia con contrato temporal. ¿Creéis que habría futuro para mí en el gremio de terroristas suicidas? No lo creo. Sí, el sueldo parece bueno, pero se lo debe de quedar todo la ETT...

Trato de encontrar trabajo de periodista (en principio dentro de lo digno, si no, quién sabe...) y leo en los mismos periódicos en los que querría trabajar que cierta cadena de televisión local, en la que tal vez pudiera haber encontrado un puesto, ha cerrado, dejando en la calle a cerca de trescientosmil trabajadores. Leo también que hay una manifestación convocada contra alguno de esos periódicos, al tiempo que leo las cartas de "lo sentimos, pero no contratamos a nadie. La crisis y eso..."

La crisis, sempiterna compañera. En serio, creo que necesita un nombre. ¿Podemos llamarla Cristina? O, mejor, María Cristina. María Cristina, pues, me quiere gobernar, como reza la canción. Y yo le sigo, le sigo la corriente, porque no hay más huevos, y porque no quiero que diga la gente que María Cristina me quiere gobernar...

Supongo que estoy siendo egoísta. Es la frustración de que María Cristina me gobierne, mientras sigo anclado en casa de mis padres, que cada vez van metiendo más cosas en la maleta con mi nombre que hace tiempo que pusieron en la puerta, y mientras mi novia, aunque intente disimularlo, se va cansando de esperar. Y, mientras tanto, ahí sigue María Cristina, que me quiere gobernar y que parece que lo consigue.

Soy egoísta, digo, porque María cristina no sólo me gobierna a mí, sino que nos gobierna a muchos. María Cristina gobierna a esos trescientosmil de la televisión local que se han quedado en la calle, y gobierna a aquellos otros tantos que se manifiestan contra los periódicos en los que unos y otros querríamos trabajar, y que no pueden contratarnos porque María Cristina los gobierna cada vez más. María Cristina gobierna el país.

María Cristina gobierna el gobierno (permitidme la paradoja) del PSOE, y gobierna también a aquellos infelices que dicen (y hasta se creen) que "esto no hubiera pasado con el PP". Que María Cristina no gobernaría a Rajoy e incluso haría trecitas con su barba, si se le antojara.

La Crisis, María Cristina, para sus vasayos, que somos todos, gobierna con mano de hierro a los que buscamos trabajo, al igual que a los que ya lo tienen y lo ven peligrar. Gobierna a los que dirigen las grandes empresas y ven bajar esos exagerados índices de beneficios que tan felices los han hecho siempre. Gobierna a los dueños de las tiendas de mi barrio, adornadas casi todas con carteles de "liquidación" y "Se traspasa".

Se traspasa porque María Cristina nos quiere gobernar.

Y nos gobierna.